El
Enclave Mahavir es una bulliciosa colonia de clase trabajadora en los
rudos confines de Nueva Delhi. Las casas surgen en desordenados brotes
conforme los residentes pueden darse el lujo de abrirse un poco más de
espacio en el mundo. Aunque, para un extraño, las viviendas no parecen
hogares sino meros rimeros de ladrillos mal dispuestos y adosados entre
sí, para los moradores son refugios de psicológica solidez: un punto de contacto con la vida.
En ese lugar, en un diminuto cuarto en una maraña de cubículos que se alzan unos metros del suelo, dos hermanos —de 20 y 16 años— luchan por alcanzar su sueño. El mayor estudia ingeniería y el más joven quería ser astronauta, pero la hermana vivaz e inteligente que les allanó el camino, la que sembró en ellos esas ambiciones volviéndolas provocadoramente asequibles pese a su insignificante lugar en la sociedad, ya no se encuentra allí. Se ha transformado en el símbolo mundialmente conocido como Nirbhaya, “la valiente”.
El 8 de marzo, Michelle Obama y el secretario de Estado John Kerry rindieron homenaje póstumo a la joven con un Premio Internacional a la Mujer Valerosa; una semana antes, durante su discurso sobre el presupuesto anual, el ministro de finanzas indio, P. Chidambaram, anunció la creación del Fondo Nirbhaya, dotado con 10 mil millones de rupias (unos 200 millones de dólares) para empoderar a las mujeres y promover su seguridad; y brevemente, el Parlamento indio contempló la posibilidad de dedicarle una nueva legislación con su nombre.
Desde hace tres meses, la historia de Nirbhaya —paramédica de 23 años, violada brutalmente en un autobús el 16 de diciembre de 2012 y fallecida 13 días después a causa de sus múltiples lesiones— ha desatado la incredulidad e indignación del mundo entero, precipitando manifestaciones espontáneas y sin precedentes en India. La joven se ha convertido en un icono de la resistencia, en un parteaguas histórico (dado que la ley india prohíbe revelar los nombres de víctimas de violaciones, cuando una casa mediática local adoptó a Nirbhaya como sustituto, su nombre terminó por encarnar su espíritu combativo).
India es una nación desalmada con las mujeres. Cada día, los diarios aparecen repletos con relatos de víctimas anónimas que fueron violadas, asesinadas y desechadas en distintas partes del país; a menudo, niñas de apenas 3 años. Pero el espectro de la crónica violencia de géneros va mucho más lejos: ataques con ácido, violaciones conyugales, homicidios por honor, acceso discriminativo a escuelas y empleos, feticidio femenino, desnutrición aguda; una misoginia cultural que no conoce límites. Sin embargo, aún cuando la situación no ha mejorado desde el 16 de diciembre, algo ya ha cambiado en el país. La respuesta a la agresión sexual jamás será la misma y el silencio se ha roto finalmente. Mujeres de toda India se hacen escuchar; los hombres se sienten libres de (o forzados a) manifestarles apoyo; y parte del estigma ha sido arrancado. Empiezan a revisar legislaciones; están actualizando la maquinaria judicial y administrativa. Torpe e inadecuado como es, el gobierno se ha visto obligado a responder.
Por ello, en un aspecto, la historia de Nirbhaya puede interpretarse como un relato trágico y a la vez celebratorio: una dualidad simple, pero inspiradora sobre el valor frente a una bestialidad incalculable. Mas en otro nivel es una ventana hacia una narrativa mucho más compleja, oscura y deprimente de la India contemporánea y la espantosa colisión de aspiraciones y frustraciones desencadenadas en el interior del país.
Antes del 16 de diciembre, Nirbhaya era una de millones de jóvenes anónimas que trataban de escapar a la sofocante monotonía de sus vidas. Varias décadas antes, su padre, Badrinath Singh, emigró de la feudal Uttar Pradesh en busca de una vida mejor, que no encontró; y luego de pasar por una serie de empleos insignificantes en pequeñas poblaciones industriales, en 1983 se estableció en Delhi con su mujer, quien esperaba a su primer hijo. El corazón de Singh estaba escindido. Su empobrecido padre solo tuvo dinero para educar a dos de sus cuatro hijos varones; uno de ellos había encontrado trabajo como paramilitar y el otro había escalado a la posición de juez.
En tan marcado contraste, los dos más jóvenes se vieron condenados a desempeñar tareas agrícolas o a ganarse la vida en algún rincón urbano.
Por ello, comprensiblemente, la educación era el hambre que impulsaba el hogar de los Singh, mas con un salario de escasas 200 rupias (4 dólares) diarias trabajando turnos dobles —primero como vigilante nocturno y luego, como cargador de equipajes en una aerolínea—, Singh inscribió a sus tres hijos (por turnos) en una escuela privada donde las clases eran en inglés (en India, ese idioma es el vehículo de escalamiento y movilidad social más codiciado). “Mi padre estaba decidido a que los tres tuviéramos sólidos fundamentos”, comenta Gaurav, hermano de Nirbhaya.
“Mi hija fue distinta desde el principio”, recuerda Singh. “Aún de muy pequeña anhelaba ir a la escuela y tuvo mucha suerte, porque siempre obtuvo lo que deseaba. Con muchas dificultades compramos este terreno cuando nació”. Desde aquella frágil estructura —el agujero que llaman hogar— la familia comenzó a construir su vida.
Nirbhaya, obsesiva, trabajadora, optimista, con el rostro siempre vuelto hacia el cielo, era el elemento central de aquel universo. Tenía un gusto innato por las cosas buenas de la vida, y estaba decidida a obtener cuantas pudiera para ella y su familia. Luego del quinto grado tuvo que cambiarse a una escuela gubernamental más barata porque su padre no podía seguir costeando la educación privada de los tres. Cuando cursaba el décimo grado, empezó a ofrecer tutorías a 25 o 30 chicos del barrio, dos turnos diarios, para pagar su colegiatura y ayudar a sus progenitores a cubrir los gastos escolares de sus hermanos.
“Apenas tenía amigos, porque no encontraba el tiempo para ellos”, revela su madre. “Siempre estaba ocupada, con prisas. Se levantaba a las 6 a.m. para hacer yoga, corría al colegio a las 7 a.m., regresaba a la 1 p.m., daba instrucción hasta las 6 p.m. y luego, se ponía a estudiar”. A pesar de su rígido horario, Nirbhaya se deleitaba con dispositivos electrónicos, pintándose luces en el pelo y luciendo ropa de moda —las blusas tejidas y los tacones altos eran sus favoritos— y en todo momento se esforzaba por hablar inglés, incluso con su madre. Le disgustaba volver a la aldea donde nacieron sus padres, porque allí nada había para ella. “Siempre vestía como usted”, prosigue la señora, indicando mis pantalones de mezclilla. “No le gustaba la ropa tradicional”.
“Aunque mi hija y yo trabajábamos turnos dobles, a veces solo había rotis [pan sin levadura] y sal”, informa el padre. “Pero en casa reinaba un ambiente maravilloso. Trabajábamos para mejorar nuestras vidas y podíamos sentir que pronto llegarían tiempos mejores”.
Al terminar el bachillerato, Nirbhaya decidió estudiar medicina y cuando su padre le dijo que ni siquiera podía pagar los formularios de solicitud, “se desmayó, literalmente, de angustia”, prosigue. “Cuando la reanimamos, me pidió que le diera el dinero que habría gastado en su boda. Ella se haría cargo del resto”.
En 2008, Nirbhaya partió para Dehradun, ciudad ubicada a cinco horas de Delhi, para obtener su licenciatura en terapia física (la neurocirugía le fascinaba, pero no consiguió aprobar el examen nacional de ingreso; con todo, mantuvo vivo su interés con lecturas adicionales). Una vez establecida, volvió a adoptar las rígidas rutinas de su infancia y para costear sus estudios, se unió a un centro de llamadas canadiense donde trabajaba de noche de manera que, diariamente, dormía escasas dos horas antes de salir corriendo a clase.
Pocas semanas antes de morir, regresó a casa tras una ausencia de cuatro años. Consiguió un internado en un prestigioso hospital, compró relojes de pulsera para todos y una laptop para sí, y luego fue a que le pusieran luces en el pelo (rojo fuego, oro y blanco). Su gusto musical había pasado de Bollywood a Bryan Adams y con hermosa caligrafía, escribió su nombre en todos sus libros anteponiéndole el prefijo “Dra.”. “Al fin iba a disfrutar el fruto de tantos años de esfuerzo”, lamenta su madre (el vocablo hindi que utilizó era sangharsh, con su significado de luchar contra la adversidad haciendo grandes sacrificios). “Pero la privaron de esa alegría”.
Pregunto a la mujer cómo se llama. Asha Devi, responde. Su nombre “significa esperanza”, interpone Gaurav con triste humor. El hermano ha interrumpido sus estudios de propedéuticos para ingeniería; la muerte de Nirbhaya le ha causado tres meses de retraso y ahora, debe prepararse por su cuenta para hacer los exámenes de ingreso. “Todavía llamo a su teléfono cada vez que me surge una duda sobre los formularios de solicitud o cuando debo decidir algo”, confiesa.
El padre yace sin ánimos en la cama y ha desarrollado una fuerte infección en la rodilla. El hijo menor, Saurabh, ya no quiere ser astronauta; ahora ambiciona estudiar medicina y hacer realidad un sueño frustrado.
Las crueles ironías son muchas. La familia, sentada con desconsuelo en dos camas apretujadas entre sí, muy pronto abandonará la casa pues el gobierno ha prometido una vivienda de ingreso medio y las autoridades de Delhi y Uttar Pradesh pagarán una compensación de 3.5 millones de rupias (70 mil dólares). Podría decirse que la muerte permitió que Nirbhaya lograra su cometido de sacar a la familia de ese inframundo. Cumplió su palabra.
“Pero todo sabe a tierra”, murmura y lamenta el padre.
La tarde de diciembre 16, 2012 Awindra Pandey (28 años), ingeniero de amplios hombros y suave modales, fue a recoger a Nirbhaya en su casa para llevarla al cine en un elegante centro comercial del sur de Delhi. Debió ser un paseo como cualquier otro y hasta feliz, pues la Navidad estaba próxima. La pareja fue a ver Una aventura extraordinaria, pasaron un rato mirando escaparates y luego volvieron a casa.
Caía la tarde, pero ninguno de los quisquillosos conductores de rickshaws motorizados quiso a llevarlos. La pareja convenció a uno de que los acercara a una
parada de autobuses, pero el transporte público no llegaba. Un autobús
blanco de alquiler estaba estacionado cerca de allí y un muchacho joven
les invitó a subir. Deseosos de volver a casa, accedieron.
Según los medios y la Policía, en un barrio de mala muerte, no lejos de la parada de autobuses, seis jóvenes se habían reunido aquel día para beber, jugar canicas y maldecir. Casi podemos imaginar la agitación mental que les ocasionó el licor, borrando la sordidez de sus existencias; infundiéndoles vigor, temeridad y arrogancia; descorchando el cóctel mortal que bullía en su interior. Estaban hartos de ser sombras, hartos de la luminosa ciudad que estaba siempre lejos de su alcance; querían participar de la acción, sentirse reyes del camino. Uno de ellos era el conductor del autobús quien, de día, conducía niños a la escuela y de noche, conservaba el vehículo consigo. Según la Policía, fue él quien instó a los hombres a dar un alocado paseo: “¡Vamos a divertirnos un poco!”, dijo.
Primero, la pandilla encontró a un carpintero que volvía a casa tras un largo día de trabajo. Lo engatusaron para subir al autobús, y le robaron el celular y las ocho mil rupias (160 dólares) que llevaba en el bolsillo, para luego abandonarlo en el camino. Buscaban sangre; una feroz excitación les dominaba y querían más.
Awindra y Nirbhaya comprendieron que algo malo sucedía casi tan pronto como abordaron el vehículo. Sintieron escalofríos. Adentro solo había seis muchachos y las ventanas estaban teñidas de negro.
La puerta se cerró de golpe. Cuando arrancó el autobús, uno de los hombres comenzó a hostigar a Nirbhaya por estar en la calle a esa hora. Awindra intentó hacerlo callar, pero los demás lo rodearon, inmediatamente, como lobos. La joven corrió a defender a su amigo y aquel acto de desafío enfureció a los acosadores. El enfrentamiento se salió de control y la emprendieron a golpes contra Awindra, usando un bastón de hierro. Mientras el ingeniero yacía en el suelo de la parte delantera, pasando de la lucidez a la inconsciencia, los agresores arrastraron a Nirbhaya, forcejeando y pateando, a la parte posterior del vehículo y allí, por turnos, los seis la violaron, mordieron y sodomizaron. Como la mujer se resistía y logró morder a tres de ellos, le introdujeron el bastón de hierro oxidado hasta el diafragma, arrancándole los intestinos. “Sabe, el intestino mide siete metros de largo”, dijo Gaurav. “Solo el cinco por ciento del órgano estaba intacto”. Los médicos que la atendieron dijeron que jamás habían visto una víctima de violación tratada con semejante brutalidad.
Los agresores condujeron en círculos durante casi una hora mientras la violaban. Cuando hubieron terminado, despojaron a la pareja de sus pertenencias y los lanzaron desnudos a la autopista. Incluso trataron de arrollar a la chica, pero fracasaron y tranquilamente, regresaron con el autobús para lavarlo, repartirse el botín y volver a sus casas.
Nirbhaya y Awindra yacieron dos horas en el frío invernal, gravemente heridos y desnudos, antes que se presentara la Policía. Muchos autos pasaron a toda velocidad; ninguno se detuvo.
En cierto sentido, Nirbhaya personifica una nueva India que nadie ha entendido por completo. Sus ciudades y pequeñas poblaciones están repletas de chicos y muchachas como ella: inquietos y en movimiento; hambrientos de educación, empleo, inglés, movilidad social, pertenencia. Son la generación internet; saben que más allá se encuentra un vasto mundo. Están reinventándose con energía, disolviendo —o al menos, desafiando— centenarias fronteras de casta, condición social y riqueza. Aman a sus familias con un profundo sentido del deber, pero ansían dejar atrás las viejas costumbres. Si tuvieran que elegir, preferirían lucir bien antes que comer, elegirían un televisor antes que una cama. Se han despojado de una piel desgastada, pero todavía no desarrollan una nueva. Están unidos por un mismo cromosoma: el de la aspiración. Son la nueva clase neomedia.
Amistades como la de Nirbhaya y Awindra han hecho posible esa nueva India. Él es hijo de un abogado de la encumbrada casta brahmán; ella, una kurmi que ocupaba un nivel muy inferior en la implacable escala social. La familia de Awindra vive en una casa de tres pisos en Uttar Pradesh; la de ella está hacinada en un espacio apenas suficiente para un auto. Y no obstante, el encuentro a través de un amigo común les permitió descubrir una afinidad instantánea. Viajaron juntos a sitios religiosos, compartieron habitaciones, abrazos, se tomaron de las manos; mas se abstuvieron de una mayor intimidad, conscientes de que fuera del capullo de su amistad acechaba un mundo real y cuestionador. Se obsequiaban ropa, hablaban de sus ambiciones, debatieron el Bhagavad-Gita, intercambiaron consejos sobre sus carreras e inversiones. Él la llevó a descubrir libros como El alquimista, de Paulo Coelho y también trabó amistad con sus hermanos, ayudándoles a elegir materias, a tomar decisiones, a escribir sus currículos. A veces, incluso, hablaba por teléfono con la madre, pero sensible a la incomodidad de Nirbhaya, jamás visitó su hogar. Siempre se reunían en la calle y ella lo llamaba “un hombre perfecto”.
“Nunca pensamos en nuestras diferencias. A veces me parecía que mi familia estaba en una frecuencia distinta de la mía, mientras que con ella podía hablar de cualquier cosa”, informó Awindra una tarde de principios de marzo, aun reacio a revivir sus recuerdos. “Nada más importaba.
La amistad no exige igualdad, sino complementación. Pero ella se ha ido y ahora solo me queda un objetivo. Hacer justicia”.
Apoyado en un bastón, el ingeniero camina con dificultad por la pequeña habitación de hotel, sentándose de vez en cuando, con manifiesta incomodidad, en el borde de la cama. Aún no se recupera de sus lesiones y le resulta difícil permanecer mucho tiempo parado o sentado. Han pasado tres meses y con ellos, se ha disipado la indignación del público. Ya ningún político está dispuesto a recibirlo; nadie pregunta por él. Lejos de la atención global se desarrolla un penoso juicio, cuyo único testigo ocular es Awindra.
“No me gusta estar solo”, prosigue. “Tengo miedo de vivir con mis pensamientos”. Fue a visitar a la moribunda Nirbhaya cuatro días después del ataque, el 20 de diciembre. Las fechas eran importantes para ella: la primera vez que intercambiaron mensajes de texto fue un 20 de diciembre. Esa vez la encontró dormida, así que tuvo que regresar al día siguiente; pero la presencia del amigo conmovió a la joven, quien trató de rodearlo con los brazos pese a la maraña de sondas conectadas a su menudo cuerpo. Al final, solo hizo el ademán de un abrazo.
Fue la última vez que habrían de verse. Nirbhaya murió ocho días después, en Singapur, con los genitales destrozados, el vientre ahuecado, convulsionándose por la septicemia, las lesiones cerebrales y múltiples infecciones.
Awindra quiso pasar un rato más en el centro comercial aquel fatídico día y ella dijo que de haberlo escuchado, tal vez no habrían encontrado el aciago autobús. Quizás habrían ganado el tiempo necesario para modificar el universo.
Él dijo que, posiblemente, habrían estado unidos el resto de sus vidas. En una entrevista con otra agencia mediática, el padre de Awindra declaró: “Si mi hijo hubiese presentado apasionados argumentos, quizá lo habríamos escuchado”.
La noticia de la violación llegó en los periódicos la mañana siguiente y durante las semanas posteriores se dieron a conocer los espantosos detalles. Son muchas las razones por las que esa historia corrió como el fuego en la imaginación pública, más que cualquier otra violación en la historia reciente de India; y sobre todo, por la incomprensible brutalidad de los hechos. Sin embargo, se conjuntaron muchos otros factores: el lugar del crimen, en el adinerado sur de Delhi; la impunidad del ataque; que ocurriera cuando apenas caía la tarde; que la víctima fuera acompañada de un amigo hombre; que no intervinieran las complejidades de casta o jerarquía feudal; que se tratara de un simple crimen urbano aleatorio. Pero el hecho de que la víctima fuese una joven “honesta” como tantas otras en India, tratando de abrirse paso en el mundo, fue lo que llevó a muchas otras a pensar: “Por la gracia de Dios, no fui yo”. La víctima era nada menos que la Mujer Común.
Claro está, había mucha leña para quemar: las ineficacias crónicas del sistema, la consabida insensibilidad policial, la desabrida apatía de la clase política, la nueva “hiperconectividad” de los jóvenes. Y también algo más profundo e incipiente: la creciente inquietud que subyace a la sociedad india moderna, el deseo de un mejor gobierno entreverado con el temor de que a nada conduzca. Cuando el comatoso establishment no atinó a entrar en acción, jóvenes —hombres y mujeres— de todos los estratos sociales tomaron las calles. ¿Era posible que ocurriera algo así de inconcebible y que el estado indio permaneciera en su letargo?
La compostura de Nirbhaya contribuyó al enardecimiento. En los 13 días que sobrevivió, testificó dos veces ante un magistrado para dar detalles y un relato presencial del ataque. Y, sorprendentemente, sus médicos revelaron que no manifestaba señales de trastorno psicológico ni autocompasión. Aquella víctima había roto el molde dando a conocer su nombre, exigiendo que sus violadores rindieran cuentas, clamando porque “los quemaran vivos”.
Bajo gran presión, la Policía de Delhi arrestó a los criminales en tiempo récord. En una semana, los seis estaban en prisión: Ram Singh, 33 años, conductor del autobús; Mukesh, 23, hermano del anterior; Vinay Sharma, 25, asistente de gimnasio; Pawan Gupta, 24, vendedor de fruta; Anurag Thakur, 24, limpiador del autobús; y un menor de 17 años y medio (conocido como Raju), trabajador eventual en las fondas de la carretera.
Con las detenciones, las protestas alcanzaron su clímax y pusieron de manifiesto las profundas transformaciones psicológicas del país. Por un lado, demostraron que el vocabulario del feminismo había alcanzado las calles; durante semanas, jóvenes que nunca habían participado en movimientos políticos formales enfrentaron cañones y cachiporras para exigir, no solo una mejor policía y un sistema judicial expedito sino completa autonomía para las mujeres —conferirles el control de sus cuerpos y sus vidas. India observa la exasperante tradición de culpar al “sexo débil” por la violencia de que es objeto; pero cuando una generación envejecida trató de articular vanas idioteces sobre la castidad y la reserva propias de las mujeres, la juventud se volcó en su contra con feroz sarcasmo.
Y de paso, los manifestantes pusieron en evidencia otro fenómeno perturbador: el gen cada vez más conservador del país. El deseo de Nirbhaya de ver en las llamas a sus violadores es muy comprensible; no obstante, la demanda de justicia en las calles trocó, rápidamente, en un clamor de venganza que los medios y la clase política recogieron en un discurso de castración, pena capital y reducción de la edad legal para los delincuentes juveniles.
Los violadores de Nirbhaya eran diabólicos, no cabe duda; pero si hubieran sido meros psicópatas o desviados sexuales, esta historia habría concluido con más facilidad y la horca habría erradicado un virus aislado. Mas un vistazo rápido a los antecedentes de los acusados demuestra que no hay soluciones fáciles.
Todo lo contrario. Es posible que las alegrías y la devastación de la vida de Nirbhaya sean parte del continuo que está generando la aterradora sociología de ira y violencia que asola India. El 15 de marzo, en el centro del país, seis hombres violaron y robaron a una suiza que viajaba en bicicleta con su marido, quien también fue brutalmente golpeado. Es difícil ignorar el arquetipo.
Conforme una nueva economía expulsa a millones de sus tierras y oficios tradicionales, empujándolos hacia hostiles megalópolis, se escucha el estruendo de dos mundos que chocan. La deslumbrante urbe con sus nuevas costumbres y seductoras imágenes se yergue en íntima proximidad con el paisaje rural, y si bien la membrana que los separaba ha desaparecido, las divisiones persisten.
Las frustraciones pueden ser el lado oscuro de la aspiración.
En un acontecimiento dramático, el 11 de marzo de 2013, tres meses después de la violación colectiva, Ram Singh, principal acusado, se ahorcó en su celda de alta seguridad en la prisión de Tihar, Nueva Delhi. Se dijo que él y el menor Raju habían sido los agresores más violentos, de modo que es difícil saber que lo llevó a quitarse la vida. ¿Un repentino arrepentimiento? ¿O una profunda desesperanza?
La noche antes del suicidio, estuve con sus padres en la Colonia Ravi Dass. En los últimos meses, los medios describieron el asentamiento como el estereotipo de la insalubre barriada india, con drenajes abiertos, gran pobreza, familias apretujadas en cajas cual sardinas. En apariencia, la Colonia Ravi Dass es todo eso, pero también pude percibirse algo más complejo. Igual que en el Enclave Mahavir, donde viviera Nirbhaya, por sus arterias corre una desasosegada y optimista energía que ha desplazado a la resignada aceptación, esa sempiterna actitud india. Es posible que muchos padres de familia comenzaran como humildes obreros, pero sus hijos han subido un peldaño y ahora visten y hablan como dicta la moda. Con todo, tienen que reconciliar sus nuevos sueños con la cruda realidad de sus vidas y eso les convierte en volcanes durmientes. Cuatro de los acusados son originarios de esa colonia.
Según cuentan, Ram Singh —el supuesto líder de la manada— era un hombre beligerante, volátil y bebedor, al que sus vecinos describían como un “loco”. Tiempo atrás desapareció con una mujer casada y luego regresó a la colonia, aun más agresivo, diciendo que su compañera había muerto de una enfermedad. La noche de los hechos, Ram Singh llegó a casa, con toda calma cocinó y consumió un pollo, y luego se fue a dormir. Hacía unos años se mutiló un brazo en un accidente laboral, pero su patrón se negó a compensarlo.
“Ojalá hubiera muerto en ese accidente”, dijo su madre, entre violentos sollozos, la noche antes del suicidio. “Tal vez mi hijo menor no habría seguido su ejemplo. Ahora todos nos desprecian; ni siquiera podemos regresar a nuestro pueblo. Quisiera que nos ahorcaran junto con nuestros hijos”.
Su marido, obrero de la construcción, estaba sentado en el suelo ocultando la cabeza entre sus rodillas, profundamente desesperado, mientras un ratón corría sobre la cama. Ninguno tenía un gramo de carne en los huesos; eran el arquetipo del indio desamparado: pellejos, huesos y la huella de los años.
Mientras hablaban, la pareja pasaba de la culpa a la vergüenza, lanzaban airadas acusaciones contra la víctima por haber salido a la calle de noche y luego daban paso a teorías de conspiración. El padre se antojaba un poco desquiciado, espetando ocasionales increpaciones a su mujer. “Seguro que Sonia Gandhi tuvo que ver en eso”, acusó en cierto momento, con tono ominoso.
Sin embargo, la madre parecía embargada por un sufrimiento indescriptible.
“Hemos pasado hambre para criar a nuestros chicos”, dijo. “¿Qué demonio se les metió? Siempre creí que Dios vivía en cada uno de nosotros. Hubo seis almas en el autobús aquella noche. ¿Acaso Dios no habló siquiera con una de ellas?”.
Su interrogante apunta, directamente, al corazón de la tragedia. Excepto por Ram Singh, ningún otro acusado tenía antecedentes de violencia previos a la noche apocalíptica. Mukesh, hermano de Ram, era un joven apacible (“un seguidor”, según su madre) apasionado por la ropa y la música. Sus prendas estaban siempre limpias, recuerda la mujer. Sin importar cuán tarde llegara a casa, se saltaba una comida con tal de lavar su ropa. Y al parecer, eso hacía cuando su hermano lo llamó para ir a pegarse unos tragos aquella fatídica noche. Sus padres recién le habían encontrado una joven para esposa.
Vinay, uno de cinco hermanos y graduado de comercio, era empleado de limpieza en un gimnasio y también tenía reputación de hombre reposado. Comenzó a trabajar a temprana edad para ayudar a pagar las cuentas de su padre, de oficio albañil y vendedor de globos. Su hogar no era más grande que un camarote de tren y la familia de siete tenía que compartirlo, sofocándose en sus sueños y el deseo de escapar de aquel hacinamiento. Parado fuera de la habitación, cubierto con los escombros de años de esfuerzo desperdiciado, el padre —hombre estoico y conmovedoramente digno— declaró: “Vi a mi hijo una vez en prisión.
Le dije que si lo había hecho, tenía que pagar. Deberían ahorcarlo”.
El vendedor de fruta y el limpiador de autobuses, Pawan y Anurag, tienen historias similares. Pero Raju, el menor, era el más desamparado de todos. Dejó su hogar en la infancia, hacía muchos años. Su padre quedó como vegetal cuando un ladrillo le cayó en la cabeza, lesionándole el cerebro y su madre apenas ganaba lo suficiente para sostener a sus hijos. Raju solía enviarle 600 rupias (12 dólares) anuales y luego, ni eso pudo darle. Cuando la Policía registró la choza paterna en la aldea —ni siquiera de frágil ladrillo, sino de láminas de plástico amarradas entre sí—, la mujer declaró: “No sabía que mi hijo vivía. Creí que había muerto”. No ha ido a verlo en prisión, porque no puede costear el viaje a la ciudad.
Cuando se marchó de casa, Raju trabajó varios años haciendo pequeñas tareas en las dhabas (ubicuas fondas de las autopistas del país), casi siempre lavando platos sucios. Uno de sus patrones, quien le tenía aprecio y lo consideraba un empleado eficiente, me contó una anécdota reveladora del muchacho. Al parecer, Raju lo abordó un día, repentinamente, y pidió que lo nombrara gerente de la fonda; no quería lavar otro plato sucio en su vida, anunció. Incapaz de acceder a su petición, pero deseoso de conservarlo a su servicio, el patrón incrementó su salario a mil rupias (20 dólares) mensuales para que hiciera el mismo trabajo. La mañana siguiente, el chico hizo la maleta y se fue sin cobrar su último sueldo. No volvieron a recibir noticias de él durante un par de años y entonces, aparecieron los titulares sobre la noche infernal.
Investigar los antecedentes de los acusados no pretende mitigar o humanizar la bestialidad del ataque contra Nirbhaya, sino entender sus motivaciones. En modo alguno la violación es exclusiva de la clase obrera, pero conforme los relatos de violencia inhumana emergen inexorablemente de los medios indios, hay que detenerse a mirar el áspero paisaje que les sirve de escenario —un mortífero horizonte de lobreguez, de esperanza y ambición frustradas— y reconocer la ira contenida que inevitablemente palpita bajo la superficie, así como el desconsuelo de las llorosas madres de agresores y víctima quienes jamás obtendrán respuesta. Aquella noche hubo seis almas en el autobús. ¿Por qué Dios no habló siquiera con una de ellas?
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