1. Una nueva tecnología no es una tecnología mejor; es una tecnología distinta
Un lector de e-books Kindle es una tecnología asombrosa. Es capaz de poner en nuestras manos, instantáneamente, cualquier novedad editorial que acaba de lanzarse al mercado sin movernos de casa, y sin importar en qué parte del mundo estemos. En sus 213 gramos de peso caben alrededor de 1100 títulos, años y años de lectura en nuestro bolsillo. Y además, su programa de autopublicación permite que autores desconocidos puedan potencialmente llegar a un público inmenso sin necesidad de una editorial.
Pero casi tan importante como lo que hace un Kindle es lo que no hace. Un libro de papel puede ser hojeado en segundos, y nos permite saltar de un punto a otro del texto, o empezarlo al azar por cualquier página. El e-book nos ata a la linealidad del botón de página hacía adelante y página hacía atrás, de la misma manera que el vinilo nos permitía soltar la aguja sobre cualquier punto del LP y el CD nos obliga a saltar de tema en tema.
El rico universo de la edición en papel, con sus distintas calidades de papel, tamaños, texturas y tipografías queda reducido en el Kindle a seis tipos distintos de letra. Un e-book es un texto; un libro además es un objeto.
Y luego están las cosas que un Kindle puede hacer pero que sería preferible que no hiciera, como permitir a Amazon borrar a distancia unilateralmente y sin aviso previo los libros que has comprado, o limitar el número de veces y el tiempo por el que puedes prestarle a un amigo un libro. Si un libro de papel es una posesión que se puede transmitir en herencia, comprar un ebook es firmar un contrato de alquiler cuyas condiciones de uso futuras son inciertas.
Porque el discurso de lo digital está íntimamente ligado a una noción de progreso irrevocable, Silicon Valley nos querrá convencer siempre de que toda transición hacía un nuevo sistema solo puede ser beneficiosa. Pero como todo aquello que es el resultado de un proceso de diseño, una tecnología descansa sobre un delicado balance entre logros y renuncias. Cuando la adoptamos, aceptamos entablar una negociación para decidir si estamos dispuestos a desprendernos de ciertas cosas a cambios de nuevas posibilidades. Así, como sociedad hemos decidido que a cambio de poder acceder instantáneamente a una cantidad infinita de música, no nos importa que su calidad de reproducción sea peor que en los años setenta del siglo pasado.
La pregunta de si una tecnología es beneficiosa o perjudicial raramente nos lleva demasiado lejos. Es más productivo plantearse, ¿Qué ganamos y qué perdemos? ¿Quién gana y quién pierde?
2. Los problemas complejos no tienen soluciones simples
A estas alturas sabemos que hay una serie de cosas que Internet nos permite hacer de manera infinitamente más sencilla que tecnologías previas. Desde coordinar acciones colectivas a gran escala entre individuos sin la necesidad de una estructura jerárquica clásica, a eliminar toda clase de intermediarios. También nos permite recoger, almacenar y analizar cantidades de información sin precedentes y ponerlas al servicio de todos.
Estas capacidades han traído consigo la promesa de repensar y regenerar muchos órdenes de la sociedad y la economía, y las hemos abrazado con entusiasmo. Los ejemplos nos desbordan: las redes sociales se han convertido en catalizadores de nuevos modos de activismo y protesta ciudadana en todo el mundo. El movimiento Open Data está poniendo al alcance de ciudadanos y de emprendedores toda clase de datos gubernamentales para mejorar la transparencia de las administraciones y fomentar nuevos procesos de innovación. Y la agregación de datos procedentes de sensores, bases de datos y información generada por usuarios se está aplicando para mejorar el tráfico de las ciudades, reducir el consumo eléctrico de los hogares o mejorar la recogida de residuos.
Sin embargo, por mucho que nos lo diga Tim O’Reilly o por muy emocionantes que sean los relatos liberadores que nos ofrece el conferenciante medio de TED, problemas de tal orden de complejidad, que implican a tantos agentes distintos con incentivos contrapuestos, no suelen solucionarse solamente con la introducción de una nueva tecnología.
El activismo en Red es claramente una herramienta poderosa para canalizar la indignación y facilitar la protesta, pero no puede, por sí solo, construir un orden alternativo que reemplace a los modelos jerárquicos institucionales fuertemente establecidos. Abrir a la ciudadanía las ricas fuentes de datos de las administraciones claramente ofrece nuevas oportunidades, pero no es una receta mágica que cree el impulso y la motivación a participar en una ciudadanía pasiva. Y estamos aprendiendo que lamentablemente, visualizar no es lo mismo que actuar; el cambio de conducta que esperamos que se produzca en nosotros cuándo somos capaces de leer nuestro consumo eléctrico diario depende de más factores que de tener un smart meter instalado en casa.
Es difícil creer que la solución de la educación en el tercer mundo sea lanzar portátiles desde el cielo sobre un pueblo aislado de Africa. Sobre todo si el que te lo cuenta es el que fabrica los portátiles.
3. Una tecnología no nos hace a todos iguales
“Cualquiera puede” es una de las frases favoritas en la retórica del optimismo tecnológico. Así, con una Impresora 3D cualquiera puede fabricarse en casa objetos físicos, y en Wikipedia cualquiera puede contribuir en la redacción de una entrada enciclopédica.
Cuando decimos que una tecnología tiene un efecto democratizador normalmente queremos decir que el coste de participación se reduce notablemente frente al de modelos anteriores, y que es más fácil instaurar una meritocracia efectiva: el que más contribuye obtiene más reconocimiento. El problema es que para contribuir, todos no partimos desde el mismo sitio. La posibilidad de participar e intervenir viene dada por muchos otros factores: desde el contexto socioeconómico y cultural, a en qué lado de la brecha digital nos situamos. Y una vez dentro de una comunidad, hay dinámicas de poder que harán que no todas las contribuciones se valoren de la misma manera.
Menos del diez por ciento de los editores de Wikipedia son mujeres. La Wikimedia Foundation estaría contenta si en 2015 esa cifra hubiese subido a un 25 por ciento. Y el problema número uno de cualquier organizador de un evento sobre tecnología es no acabar con un cartel de participantes formado esencialmente por hombres occidentales de entre 25 y 45 años, con predominancia de anglosajones. La diversidad cultural es el principal obstáculo que Silicon Valley aún tiene que superar, porque los rostros y CVs de los que idean nuestras herramientas se parecen todavía demasiado entre sí.
4. Innovar si, pero ¿a qué precio?
A lo largo de la primera década del siglo XXI, hubo un sector económico que invirtió en investigación, contrató científicos hipercualificados y adoptó las tecnologías más sofisticadas por encima de todos las demás. Fue la industria de los servicios financieros, la misma que provocó la crisis de 2008 y echó a rodar la bola de la recesión global.
Con cada vez mayor frecuencia, las Startups de éxito plantean modelos de negocio que si bien abren nuevas posibilidades interesantes, se enfrentan abiertamente con la legislación en vigor. Es el caso de Uber o Air BnB, servicios que permiten contratar coches o alquilar habitaciones en casas de extraños, y que pasan por alto la regulación que afecta a Hoteles y Taxis en muchas ciudades. Los intereses del capital riesgo y de la ciudadanía, no hace falta decirlo, no están necesariamente alineados.
Hemos glorificado la innovación como el factor determinante para el desarrollo, la única vía de forjar un modelo de crecimiento no especulativo. Sin embargo, la innovación tecnológica que posibilita disrupciones en múltiples industrias no es moral ni políticamente neutral. Cada vez son más las voces que avisan, por ejemplo, de que la industria tecnológica está siendo uno de los factores claves en el desaforado crecimiento de la desigualdad a lo largo de las últimas tres décadas, fomentando que se concentre una cantidad de capital cada vez mayor en un número menor de manos. No hay mejor ilustración de esto que los mil millones de dólares que Facebook empleó en comprar Instagram, una compañía con trece empleados.
5. Es mejor no hacer predicciones, sobre todo si tratan sobre el futuro
El producto de más éxito de la industria tecnológica es siempre un nuevo futuro, en el que todo va a cambiar, una vez más. El que primero apueste por él tiene la oportunidad de sacarle una ventaja decisiva a los que más tarden en subirse al carro. Una nueva tecnología es una promesa de una transformación radical y una amenaza de que si no la entiendes bien es posible que te acabes quedando fuera.
De aquí la tendencia algo irritante de los gurús tecnológicos a asegurarnos como van a ser las cosas en cinco, diez, quince años. La certeza sobre el número de impresoras 3D que habrá en los hogares a comienzos de la próxima década, o sobre el momento en que la “inteligencia” de un ordenador alcanzará la del cerebro humano no sólo es presuntuosa, sino que suele esconder intereses personales o creencias que directamente rayan en lo religioso. El futuro puede ser Google Glass, pero también es muy probable que no lo sea porque tampoco lo fueron la Realidad Virtual ni Second Life. Sólo hay que leer la prensa de 1991 o 2007 para comprobar el grado de consenso que generaban estas visiones como anticipos inevitables del futuro que vendría.
El siglo XX se llevó consigo la fe en un futuro definido y nítido, y el XXI es el siglo de la incertidumbre. Hemos comprendido que a la hora de anticiparnos a lo que va a venir, lo que sabemos es menos determinante que “ lo que no sabemos que no sabemos”, en la famosa expresión de Donald Rumsfeld. El más célebre de los expertos en predicción de nuestro tiempo, el estadístico norteamericano Nate Silver, insiste en su bestseller “La Señal y el Ruido” en que sobreestimamos constantemente nuestra capacidad de predecir los acontecimientos, en parte por nuestra baja comprensión de la probabilidad y la incertidumbre. El que quiera un ejemplo sólo tiene que repasar la narrativa de las últimas elecciones catalanas, y cómo cientos de columnistas dedicaron miles de horas a pronosticar un resultado al que nadie, absolutamente nadie, fue capaz de acercarse.
¿Significa esto que no haya que hablar del futuro? No. El futuro sigue siendo un instrumento útil para la discusión y para decidir nuestros siguientes pasos. Pero el futuro es una herramienta, nunca una inevitabilidad.
Un lector de e-books Kindle es una tecnología asombrosa. Es capaz de poner en nuestras manos, instantáneamente, cualquier novedad editorial que acaba de lanzarse al mercado sin movernos de casa, y sin importar en qué parte del mundo estemos. En sus 213 gramos de peso caben alrededor de 1100 títulos, años y años de lectura en nuestro bolsillo. Y además, su programa de autopublicación permite que autores desconocidos puedan potencialmente llegar a un público inmenso sin necesidad de una editorial.
Pero casi tan importante como lo que hace un Kindle es lo que no hace. Un libro de papel puede ser hojeado en segundos, y nos permite saltar de un punto a otro del texto, o empezarlo al azar por cualquier página. El e-book nos ata a la linealidad del botón de página hacía adelante y página hacía atrás, de la misma manera que el vinilo nos permitía soltar la aguja sobre cualquier punto del LP y el CD nos obliga a saltar de tema en tema.
El rico universo de la edición en papel, con sus distintas calidades de papel, tamaños, texturas y tipografías queda reducido en el Kindle a seis tipos distintos de letra. Un e-book es un texto; un libro además es un objeto.
Y luego están las cosas que un Kindle puede hacer pero que sería preferible que no hiciera, como permitir a Amazon borrar a distancia unilateralmente y sin aviso previo los libros que has comprado, o limitar el número de veces y el tiempo por el que puedes prestarle a un amigo un libro. Si un libro de papel es una posesión que se puede transmitir en herencia, comprar un ebook es firmar un contrato de alquiler cuyas condiciones de uso futuras son inciertas.
Porque el discurso de lo digital está íntimamente ligado a una noción de progreso irrevocable, Silicon Valley nos querrá convencer siempre de que toda transición hacía un nuevo sistema solo puede ser beneficiosa. Pero como todo aquello que es el resultado de un proceso de diseño, una tecnología descansa sobre un delicado balance entre logros y renuncias. Cuando la adoptamos, aceptamos entablar una negociación para decidir si estamos dispuestos a desprendernos de ciertas cosas a cambios de nuevas posibilidades. Así, como sociedad hemos decidido que a cambio de poder acceder instantáneamente a una cantidad infinita de música, no nos importa que su calidad de reproducción sea peor que en los años setenta del siglo pasado.
La pregunta de si una tecnología es beneficiosa o perjudicial raramente nos lleva demasiado lejos. Es más productivo plantearse, ¿Qué ganamos y qué perdemos? ¿Quién gana y quién pierde?
2. Los problemas complejos no tienen soluciones simples
A estas alturas sabemos que hay una serie de cosas que Internet nos permite hacer de manera infinitamente más sencilla que tecnologías previas. Desde coordinar acciones colectivas a gran escala entre individuos sin la necesidad de una estructura jerárquica clásica, a eliminar toda clase de intermediarios. También nos permite recoger, almacenar y analizar cantidades de información sin precedentes y ponerlas al servicio de todos.
Estas capacidades han traído consigo la promesa de repensar y regenerar muchos órdenes de la sociedad y la economía, y las hemos abrazado con entusiasmo. Los ejemplos nos desbordan: las redes sociales se han convertido en catalizadores de nuevos modos de activismo y protesta ciudadana en todo el mundo. El movimiento Open Data está poniendo al alcance de ciudadanos y de emprendedores toda clase de datos gubernamentales para mejorar la transparencia de las administraciones y fomentar nuevos procesos de innovación. Y la agregación de datos procedentes de sensores, bases de datos y información generada por usuarios se está aplicando para mejorar el tráfico de las ciudades, reducir el consumo eléctrico de los hogares o mejorar la recogida de residuos.
Sin embargo, por mucho que nos lo diga Tim O’Reilly o por muy emocionantes que sean los relatos liberadores que nos ofrece el conferenciante medio de TED, problemas de tal orden de complejidad, que implican a tantos agentes distintos con incentivos contrapuestos, no suelen solucionarse solamente con la introducción de una nueva tecnología.
El activismo en Red es claramente una herramienta poderosa para canalizar la indignación y facilitar la protesta, pero no puede, por sí solo, construir un orden alternativo que reemplace a los modelos jerárquicos institucionales fuertemente establecidos. Abrir a la ciudadanía las ricas fuentes de datos de las administraciones claramente ofrece nuevas oportunidades, pero no es una receta mágica que cree el impulso y la motivación a participar en una ciudadanía pasiva. Y estamos aprendiendo que lamentablemente, visualizar no es lo mismo que actuar; el cambio de conducta que esperamos que se produzca en nosotros cuándo somos capaces de leer nuestro consumo eléctrico diario depende de más factores que de tener un smart meter instalado en casa.
Es difícil creer que la solución de la educación en el tercer mundo sea lanzar portátiles desde el cielo sobre un pueblo aislado de Africa. Sobre todo si el que te lo cuenta es el que fabrica los portátiles.
3. Una tecnología no nos hace a todos iguales
“Cualquiera puede” es una de las frases favoritas en la retórica del optimismo tecnológico. Así, con una Impresora 3D cualquiera puede fabricarse en casa objetos físicos, y en Wikipedia cualquiera puede contribuir en la redacción de una entrada enciclopédica.
Cuando decimos que una tecnología tiene un efecto democratizador normalmente queremos decir que el coste de participación se reduce notablemente frente al de modelos anteriores, y que es más fácil instaurar una meritocracia efectiva: el que más contribuye obtiene más reconocimiento. El problema es que para contribuir, todos no partimos desde el mismo sitio. La posibilidad de participar e intervenir viene dada por muchos otros factores: desde el contexto socioeconómico y cultural, a en qué lado de la brecha digital nos situamos. Y una vez dentro de una comunidad, hay dinámicas de poder que harán que no todas las contribuciones se valoren de la misma manera.
Menos del diez por ciento de los editores de Wikipedia son mujeres. La Wikimedia Foundation estaría contenta si en 2015 esa cifra hubiese subido a un 25 por ciento. Y el problema número uno de cualquier organizador de un evento sobre tecnología es no acabar con un cartel de participantes formado esencialmente por hombres occidentales de entre 25 y 45 años, con predominancia de anglosajones. La diversidad cultural es el principal obstáculo que Silicon Valley aún tiene que superar, porque los rostros y CVs de los que idean nuestras herramientas se parecen todavía demasiado entre sí.
4. Innovar si, pero ¿a qué precio?
A lo largo de la primera década del siglo XXI, hubo un sector económico que invirtió en investigación, contrató científicos hipercualificados y adoptó las tecnologías más sofisticadas por encima de todos las demás. Fue la industria de los servicios financieros, la misma que provocó la crisis de 2008 y echó a rodar la bola de la recesión global.
Con cada vez mayor frecuencia, las Startups de éxito plantean modelos de negocio que si bien abren nuevas posibilidades interesantes, se enfrentan abiertamente con la legislación en vigor. Es el caso de Uber o Air BnB, servicios que permiten contratar coches o alquilar habitaciones en casas de extraños, y que pasan por alto la regulación que afecta a Hoteles y Taxis en muchas ciudades. Los intereses del capital riesgo y de la ciudadanía, no hace falta decirlo, no están necesariamente alineados.
Hemos glorificado la innovación como el factor determinante para el desarrollo, la única vía de forjar un modelo de crecimiento no especulativo. Sin embargo, la innovación tecnológica que posibilita disrupciones en múltiples industrias no es moral ni políticamente neutral. Cada vez son más las voces que avisan, por ejemplo, de que la industria tecnológica está siendo uno de los factores claves en el desaforado crecimiento de la desigualdad a lo largo de las últimas tres décadas, fomentando que se concentre una cantidad de capital cada vez mayor en un número menor de manos. No hay mejor ilustración de esto que los mil millones de dólares que Facebook empleó en comprar Instagram, una compañía con trece empleados.
5. Es mejor no hacer predicciones, sobre todo si tratan sobre el futuro
El producto de más éxito de la industria tecnológica es siempre un nuevo futuro, en el que todo va a cambiar, una vez más. El que primero apueste por él tiene la oportunidad de sacarle una ventaja decisiva a los que más tarden en subirse al carro. Una nueva tecnología es una promesa de una transformación radical y una amenaza de que si no la entiendes bien es posible que te acabes quedando fuera.
De aquí la tendencia algo irritante de los gurús tecnológicos a asegurarnos como van a ser las cosas en cinco, diez, quince años. La certeza sobre el número de impresoras 3D que habrá en los hogares a comienzos de la próxima década, o sobre el momento en que la “inteligencia” de un ordenador alcanzará la del cerebro humano no sólo es presuntuosa, sino que suele esconder intereses personales o creencias que directamente rayan en lo religioso. El futuro puede ser Google Glass, pero también es muy probable que no lo sea porque tampoco lo fueron la Realidad Virtual ni Second Life. Sólo hay que leer la prensa de 1991 o 2007 para comprobar el grado de consenso que generaban estas visiones como anticipos inevitables del futuro que vendría.
El siglo XX se llevó consigo la fe en un futuro definido y nítido, y el XXI es el siglo de la incertidumbre. Hemos comprendido que a la hora de anticiparnos a lo que va a venir, lo que sabemos es menos determinante que “ lo que no sabemos que no sabemos”, en la famosa expresión de Donald Rumsfeld. El más célebre de los expertos en predicción de nuestro tiempo, el estadístico norteamericano Nate Silver, insiste en su bestseller “La Señal y el Ruido” en que sobreestimamos constantemente nuestra capacidad de predecir los acontecimientos, en parte por nuestra baja comprensión de la probabilidad y la incertidumbre. El que quiera un ejemplo sólo tiene que repasar la narrativa de las últimas elecciones catalanas, y cómo cientos de columnistas dedicaron miles de horas a pronosticar un resultado al que nadie, absolutamente nadie, fue capaz de acercarse.
¿Significa esto que no haya que hablar del futuro? No. El futuro sigue siendo un instrumento útil para la discusión y para decidir nuestros siguientes pasos. Pero el futuro es una herramienta, nunca una inevitabilidad.
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